La condición de madre no nos convierte en superheroínas.
A veces creemos que podemos llegar a todo, casa en orden, niños atendidos, un trabajo, estudiar una carrera, mantener una vida social activa, comprometerte con alguna causa, cuidar a la hija de la vecina... y no olvidar que tu hija te ha pedido que compres cereales para desayunar, que tu hermano se gradua el día X, que a la perra le toca vacuna, que tu amigo del alma cumple años, llamar al fontanero porque la tubería se ha embozado, entregar la declaración de la renta y pagar el catastro a tiempo para que no te apliquen recargo...
Y aún queremos encontrar tiempo para leer ese libro que nos apetece, escribir un blog y hasta poner nosotras mismas el parquet que tanta ilusión nos hace.
Pero lo peor de todo es cuando llega el final del día y tu hija mayor te pide que bailes con ella en el salón, no te quedan fuerzas y lo sientes en el alma, o cuando te pide que al recogerla de casa de su amiga lleves ese collar tan bonito para enseñarselo, pero se te ha echado el tiempo encima, has salido corriendo y has olvidado el collar, y por el camino vas pensando que has fallado, que eres un poquito peor madre, que va a decepcionarse...
Si le ponemos nombre a ese sentimiento se llama culpa y es terriblemente dañina.
Habrá que hacerse a la idea de que no somos superheroínas sino madres de carne y hueso, que cometemos fallos, que son perdonables y que podemos aceptarnos de ese modo, para que nuestros hijos puedan aceptarnos también. Sin olvidar que pedir perdón cuando nos equivocamos siempre es un acierto.
En mi opinión, una madre atenta y amorosa va por el buen camino, aunque el camino tenga baches.
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